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viernes, 6 de septiembre de 2013

Monólogo de un amnésico.

Todo es tan difícil cuando no tienes recuerdos. Día tras día, te visita gente que no conoces, o simplemente no recuerdas. Te sonríen y te hablan despacito, como a un niño. Y soy incapaz de responder. Noto sus ojos, rojos de llorar, de soportar; pero no puedo consolarles. Es doloroso. Es una porquería. Me tumbo en la cama pálida del hospital y miro mis manos. Manos que recuerdan cosas que yo no. Y aprieto los puños. Pero, sé que mañana habré olvidado. Ellos se sientan y me miran, hacen un intento para sonreír despreocupadamente. Me conmueve. Sé que esto es temporal, ya que lo he oído del médico, aunque no sé si lo diría porque sabía que escuchaba. Pero tengo miedo, el mundo es tenebroso fuera de la ventana. Me tapo con las sábanas puras, o por lo menos más de lo que recuerdo. No consigo hablar bien, se me traban las palabras y no sé qué quiero decir exactamente. No me gusta estar enfermo, pero tampoco quiero salir al exterior. Ya se están volviendo a llevar fuera a mis visitantes, ésta vez el médico no sabe que le escucho, pero le da igual porque revela que es posible que no me cure. Después de esa cruel confesión, uno de mis visitantes, la más mayor, se derrumba sobre el suelo y empieza a llorar. Yo no lo entiendo, pero sé que lo acabaré olvidando, lo único que puedo hacer en este momento es experimentar una sensación híbrida, entre desilusión, dolor y protección psicológica. Miro por el pequeño agujero que traspasa la pared y veo unas mariposas volar, ajetreadas, inocentes. Y justo ahora, pienso "quizás estar fuera no sea tan malo", y creo que es porque sé que nunca más podré estar fuera de este hospital. Es curioso, he tenido que saber la verdad para despegar ésta "resina" que mantenía mis ojos cerrados y me impedía ver lo que es realmente la vida.

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