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jueves, 14 de noviembre de 2013

El hado del infortunio

Caminaba por las avenidas de forma indiferente, pero esta era solamente una fachada. Los automóviles pitaban iracundos a los despistados viandantes que circulaban raudamente entre los pasos de cebra, como diminutas hormigas. Los semáforos modificaban sus colores insistentemente, pero la multitud era impasible ante la repetición de tonalidades siempre cambiantes. Se oía un bullicio ensordecedor y mis oídos pitaban. Los pies rápidamente se transportaban ante mis ojos atónitos. Nadie se fijaba en los detalles, que antes o temprano desaparecerían. Lo veía todo más claro y mis oídos distinguían un número portentoso de sonidos y de voces. Tan profuso estaba en mis sorprendentes percepciones que apenas pude darme cuenta de que el color del semáforo cambiaba, y de que un coche que avanzaba prontamente rozaba peligrosamente mi posición de peatón. De no ser por una voz que me advirtió unos pasos más atrás posiblemente hubiese sido atropellado. Tras la turbación repentina mi expresión reflejaba el pánico que en mi cabeza rebotaba. Entonces, la conocí a ella. Era una muchacha de pequeña medida y grandes ojos. Su cabello oscuro, mas no negro se mantenía en órbita alrededor de su cabeza, que se movía con una mirada de conmisceración hacia mi persona, acción que me paralizó. Se acercó con unos pasos ligeros, de bailarina, para colocarse en frente mío. Le sacaba dos cabezas pero de algún modo su aura la hacía de un tamaño superior al mío. Pude fijarme mejor en su rostro: tenía unos delicados labios que resplandecían con un color palo, unas cejas arqueadas sobre sus impresionantes y oscuros ojos almendrados, la nariz era menuda y respingona. Levantó una mano hacia mi frente, acto que supuse que sería para conformar si sufría de algún detrimento, pero al instante en el que su pequeña palma palpó mi piel caí en un fuerte desmayo.