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lunes, 4 de marzo de 2013

El hombre de los globos

Cuando las canas tiñan de plateado nuestras sienes, todos os acordaréis de él, del hombre de los globos.Siempre con su carrito musical, con sus colores y su algarabía infantil. Sus mejillas rojas y sus ojos claros, sus pequeños dientes, sus enormes manos. Su barba hecha por hilos de aluminio, su alto contenido en oro y lo bien que pasa por cobre. Sus mofletes abultados, sus orejas grandes y sus pequeñas piernecitas, que bailan al compás de la risa como si no hubiera un mañana. Sus gestos, sus sonrisas de hombre mayor, bonachonas; sus guiños de ojos al regalar caramelos a los desfavorecidos, su indiferencia total ante la gente que en la plaza se reunía para hablar mal de él a sus espaldas. Su facilidad para tocar el acordeón y el corazón de la gente, sin necesidad de cuchillo ni bisturí. Sus intentos de ser divertido sin conseguirlo, que es lo que hacía reír, su pena desamparante al no poderlo cumplir. Sus globos rellenos de helio e ilusión, sus caramelos hechos de azúcar y cañas de sonrisas desintencionadas y su carrito musical, formado por su voz y el famoso acordeón. Todos los sábados, en la gran plaza se oían sus pasos profundos sobre la acera de color terracota, hasta que un día no sonó y se convirtió en un sábado aburrido, triste e insustancial, solo se oían las campanas de la iglesia, al abrirle las puertas del mundo de los muertos al pobre hombrecillo alegre.

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